Hay que decir que Terry Gilliam tiene un sentido de la verdad que se vuelve inquietante cualquier martes por la noche, y también los jueves. Suena como si alguien dijera: "te dejo este paquete de preguntas para que te las hagas despacito, mientras desayunás con salame y queso mirando un capítulo del zorro".
Así como quien recuerda a Magdalena tempranísimo y se vuelca hacia un registro de la vida entera, enamorándose del tiempo quizás, o despreocupándose de las premuras, hay quien admite a Disney como el umbral fantástico en la infancia antes de filmar Brazil. ¡Gilliam nombrando a Disney! Ojalá fuera normal que esa influencia redundara en arte, la de Magdalena o la de Disney; ojalá fuéramos todos capaces de metabolizar a Disney y convertirlo en Fear and loathing in Las Vegas, en Munchausen, en Parnasus o en un rejunte de enanos ladronzuelos afanándose tesoros con el mapa de los tiempos. Veamos si no lo que le pasó a Tim Burton y el penal que pateó fuera del arco con Alice in Wonderland.
Quizás por eso logra conseguir billete. No cualquiera consigue usar la guita de Holliwood. Es un mito que justifica un millón de cretinadas. Hasta donde vi, el único que pudo hacerle el gambito de dama a la industria ha sido este delirante ingobernable (tal vez seguido de cerca por aquél romántico francés, don Jean-Pierre Jeunet, quizás aún acorralado por las correcciones políticas).
Si tan sólo pudiera uno fracasar como fracasa Gilliam ya debería darse por contento. De últimas, si es por fracasar, qué mejor fracaso que el rodaje del Quijote. ¿Acaso puede alguien obviar semejante fabulosa precipitación de leyes de Murphy?
Hay que decir que Terry Gilliam es un tipo importante. Hay que decirlo, es necesario, porque si no corremos el riesgo de pensar que el cine es una industria y nada más, o que ver una película es un plan ocioso de fines de semana.
Precipitémonos a ver en cada película de este maniático libérrimo las partes que mejor nos vengan al uso, para muñirnos como fervorosos dislocados de los enseres necesarios para combatir, para enfrentar a cada rato al mismísimo dios atolondrado, para inventarnos el antídoto del crimen realizado por el más criminal de todos, ese que suscribe y sella toda gobernabilidad de lesa fantasía. Necesitamos ver que no está escrito todo antes de todo, que no se inventó nada jamás sin saltar sobre profundidades, sin el absurdo como llave para conjurar desesperanzas y para concebir las realidades más reales del mundo. Luego vendrán los combates de carne sobre carne, de sangre sobre sangre. Pero este otro, el combate contra la pura realidad, contra la sensatez de los macabros, es un combate igual de imprescindible, pues ya está visto que aquellas pequeñas cosas por las que hace falta inventarnos otra vida, aquellas por las que hace falta combatir, solamente pueden tener sentido luego, cuando hayamos desmantelado esta razón, este horizonte de sentidos aferrados a esta realidad de trastornados.
Entonces Gilliam dice una verdad en contra de la verdad, una verdad que afirma que hay una realidad mucho más real que ésta, y que se asoma ahí donde aparecen sueños, incluso pesadillas.
Y es que Gilliam cuenta siempre el mismo cuento, y así y todo es siempre nuevo. Cuenta el cuento en el que había una vez una realidad tarada, y otra fantástica. Y entonces las personas poco a poco, quién sabe si una a una, se iban convenciendo de que la de verdad, la realidad que tiene sentido, es la más recóndita de todas, la absurda, la que se cuenta como fantasía para que la policía moral, la de los usos y costumbres y secretarías de sentido común, no se entere nunca de lo que estamos preparando. Esa clandestinidad de la ficción frente a los oficiales del realismo es lo que vuelve loco al que se anima, y entonces el mundo, en cuestión de fotogramas, comienza a dejarse ver en grietas cada vez más grandes, cada vez más grandes, cada vez más grandes.
Hay que decir que Terry Gilliam ha filmado lo que todos, aún en la versión de cadaunos, necesitamos ver. No alcanza. Pero es indispensable. Después de todo es la razón, como también la fantasía, lo que nos distingue de las lentejas.
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